Mayra Labastida
La vida nos revela todos los días nuestros deseos, ansiedades y miedos. Uno puede vivir el día a dia como hoja al viento, dejándose llevar ante las circunstancias e inclemencias.
Quizá también esa hoja pueda estar seca y en un momento al paso de cualquier peatón ser pisoteada por su andar. Entonces nos resquebrajamos, nos dividimos en muchas partes, y en el apachurro se nos sale el corazón.
Aquella noche del 24 de diciembre, triste y opaca por la distancia que habíamos acordado debido a la reciente pandemia de COVID, decidí hacer la última llamada a mi madre que había estado algo distante y distraída luego de que días antes la decisión de no vernos hubiera sido causa de una seria discusión.
¡Es por tu salud madre! Llevamos meses así, no entiendo por qué estás tan susceptible aún, no es que yo no quiera verte, lo decidí porque es necesario, ya deberías ser más razonable.
Así como ella decidía ponerme el suéter cuando hacía frío, o darme de comer sin que me hiciera falta, yo había tomado la determinación de que esa navidad sería distinta.
Y no dejaba de parecerse a muchas navidades en las que después de la cena que ella preparaba, me acercaba a la televisión de la sala para ver algún programa alusivo a la fecha mientras esperaba el arrullo de Morfeo.
Ahora con mayor razón estando sola en mi casa ocurría lo mismo, esta vez como en una doble oferta de rebaja, como cuando compras algo donde además del 50 por ciento de descuento por liquidación te hacen otro 20 por temporada, me ahorraba el discurso de la cena, donde se recordaba que nacer encuerado ese día era símbolo de humildad, amor y fe y por supuesto debíamos llevarlo como un hábito de vida.
En más de treinta años se había repetido la misma historia y creía que estaba clara en mi mente.
Después de mi cena a base de cércales con chocolate, me acosté en el sillón y como en una canción de cuna el villancico de cualquier programa en la televisión me daba arrumacos par dormir profundamente.
Abrí los ojos al instante que subía unas escaleras en un ambiente oscuro y de penumbra, buscaba con miedo a mi padre a quien le preguntaba por su presencia. Abrí varias puertas durante el camino, y cuando al fin lo encontré, estaba recostado en su cama hablándome de cosas que no entendía, me quería decir algo que me costaba trabajo entender.
Entre el revoltijo de las palabras lograba reconocer algunas:
-Tu madre, que no va a regresar de viaje, no ha llegado, las cosas no son iguales-
Ese alborotado y pantanoso discurso me enredaba en las ganas de querer entender la situación, entonces, a lo lejos de aquella habitación se notaba la cabeza de mi madre despertando en otra cama como si durmieran separados, estaba distraída y me buscaba la mirada, yo alcancé a verla, sentía tranquilidad de verlos bien.
En un momento aquel rostro de mi madre, cuyas características eran parecidas a la realidad del hoy y el ahora, se desprendieron en un cuerpo físico de una mujer joven de aspecto afilado y con un sombrero, sonreía muy hermoso y se acercaba a mi.
De momento no supe reaccionar a la forma, era mi madre en sus años mozos, vestida en un atuendo pegado a su hermosa silueta de juventud, segura y con un destello que emanaba luz. Nunca había visto a mi madre tan hermosa como ese día. Sus ojos brillaban en la oscuridad de ese momento en el que ya no sabía si era de día o de noche.
A pesar del impacto de ver así de radiante a mi madre frente a mí, recordaba la frase de mi padre sobre un viaje largo, no regresaría, las cosas no serían iguales.
Me dí cuenta que mi madre se estaba despidiendo.
Como aquella hoja seca al viento, mi corazón se detuvo en medio de cualquier callejón oscuro y así como en un pisotón se quebró mi cuerpo en el vacimío de sentir la ausencia de mi madre para siempre.
¿Por qué te vas mamita?
En el pecho se formaba un hueco que no me permitía respirar, la tristeza crecía tanto que me podía sentir como en un llano árido ahogada por la necesidad de lograr que no se fuera de mi vida.
La vi tan hermosa, más que todos los días, como si esos días hubieran decidido unirse para hacerla memorable por siempre.
Le toqué su rostro aterciopelado que no hablaba pero que decía mucho, y en aquella despedida comencé a sentir el nacimiento de un extraño dolor convertido en lágrimas que me recordaron mi niñez, me convertí en una pequeñita de cuatro años que anegaba los ojos en un mar de desconsuelo por la necesidad de tenerla cerca.
Mientras el lamento y mi sollozo se extendían, me desperté muy triste y con un frío que me quemaba en el sillón de mi casa. Lloré hasta que sentí que la realidad me despertaba completamente y vi la madrugada a media luz.
Me sentí completamente desnuda a pesar de mi ropa de dormir que no me había quitado desde la tarde. En todos esos años de discurso en la sobre mesa de la cena de navidad no había entendido nada. Y cómo si la vida dispusiera de mi, me recordaba aquel discurso en medio de la noche fría.
Había nacido en mi una fuerte necesidad de no perder lo más hermoso que tenía, un cambio repentino que me seguía punzando en el pecho por las lágrimas que aún me recorrían el rostro.
Ese era el punto, así era la leyenda de aquel niño sin ropas que vino a traer fe y esperanza, el renacer cíclico de todos los años, que muchos no tienen. Se trataba no de morir a diario, sino de renacer por lo menos una vez al año.
Cuando mi pecho se llenó de aire y volví a respirar normal, me levanté del sillón fui por una chamarra, lavé bien mis manos, me coloqué un cubrebocas y manejé a casa de mis padres. Es como si la aparte de esa hoja seca se hubiera vuelto a unir solo por el deseo de verla viva, y el ánimo fuera el viento que la llevara a su viejo hogar de nacimiento.
Toqué la puerta, no era muy tarde aún para esa noche especial. Mi madre, así de hermosa como en mis sueños, envuelta en una bata de dormir me abrió asustada.
¿Estás bien?
Sí ma.
Hace mucho frío, ya se durmió tu papá, pásale quedó pollito de la tarde.