Remi no volvió a ver a su madre. Su historia está llena de huecos, sólo recuerda lo importante, que un 14 de febrero su mamá decidió irse de la casa por los abusos de su pareja, que era padrastro del niño. Se fue para buscar su felicidad, para ello dejó atrás todo, incluyendo a su hijo.
Ese señor nunca lo quiso, lo maltrataba, se desquitaba cada noche con él. Las “caricias” que recibió fueron a través de la piel del cinturón.
Así, un día, con más miedo que decisión, salió de esa casa para no volver, con una misión: encontrar a su madre.
Lo acompañaba una perrita, que vivía en esa vecindad, quien al verlo salir decidió acompañarlo para no volverse a separar.
Vagó algunos días por la calle, buscando alimento entre la basura y pidiendo ayuda, pero se espantaba muchas veces cuando alguien le preguntaba “¿dónde están tus padres?” o “si no tienes familia hay que llevarte al DIF”.
Entonces salía corriendo.
No había pasado ni una semana cuando el pobre niño estaba sucio, caminando con su perro, pensando en qué banca de algún parquecito poder dormir, siempre hambriento, sin saber a quién preguntarle por su madre y con miedo.
Una noche, mientras se acurrucaba bajo un árbol, escuchó el sonido de varios perros que venían. Tomó a Tomasa, su perrita, y junto con ella se hizo “bolita” sobre la tierra. La jauría los tenía rodeados y una voz potente le dijo: “Niño, ¿dónde están tus padres?”
Él quería salir corriendo, pero no podía. Tampoco pudo responder.
—“¿No tienes papás?, ¿tienes hambre?, ¿qué haces aquí?… ¡Constesta!”— decía esa figura desaliñada, que el chiquitillo veía alta, imponente y con miedo.
Después de un silencio, el hombre sacó de su morral algo de comida, envuelta en papel. Se lo dio y le dijo que comiera. El niño lo devoró enseguida, sin saber realmente qué estaba ingiriendo, pero era comida. Entonces se escuchó un “gracias”.
Del mismo morral sacó un cartón y algo de periódico. Le dijo cómo taparse y el señor hizo lo propio de otro lado del árbol, los perros se acomodaron juntos y el calor se hizo para todos.
Al día siguiente, temprano, se levantó el señor, recogió sus cosas y despertó al niño. Le dijo que se quedara con el cartón y el periódico, que le serviría para otra noche, pero que debía hacer algo.
Entonces el pequeño le dijo: “Me llamo Romualdo”. El hombre le contestó: “Yo soy Víctor, pero ya nadie me dice por mi nombre, me dicen El Vil o El Vilis”.
Se dio la media vuelta y comenzó a caminar. Atrás de él iba el niño. Un suspiro profundo, una mirada al cielo y momento de reflexión antes de las palabras: “La calle no es para los niños. Los niños deben tener casa. No puedes venir conmigo, si yo tampoco sé a dónde voy”.
El niño no sabía qué responder. El adulto lo miró y preguntó: “¿Qué te pasó?”
El pequeño abrió su corazón y contó todo. Así empezó una amistad, un andar en busca de encontrar a una mujer que no quería ser hallada.
En los próximos días aprendería a pedir dinero, a buscar en la basura sustento, más adelante a limpiar vidrios de autos y a convertir las calles en pan y almohada.
Le gustaba pasar, cuando se podía, a una tienda de abarrotes que tenía una televisión y había ratos en que ponían caricaturas. Allí vio la historia de “Remi”, un niño que también buscaba a su madre y que fue comprado por “el señor Vitalis”, cada que podía ver un capítulo en la noche llegaba y le contaba la historia a Víctor.
A los pocos días, Romualdo pasó a ser “El Remi” y Víctor ya era “El Vitalis”. Ellos así se presentaban, acompañados por sus perros, que se acrecentaba poco a poco, pasando de cinco originalmente (Tomasa, la perra de Remi, y cuatro de Vitalis) a 10, tanto que a los nuevos les pusieron nombres de esa serie: Capi, Corazón alegre, Servino, Dulce…
Era una noche de invierno, el frío era insoportable, para ese entonces Remi ya tenía como 15 años. En momentos así, todos dormían más juntos. Vitalis se calentaba, además, con algo de alcohol.
Esa noche abrazó a Remi de una forma más íntima, no como un hijo. Le dijo que lo frotaría para calentarse, mientras el jovencito pensaba en cuándo fue la última vez que su madre lo habría arropado, protegido, dado una bendición.
Los movimientos se hicieron un poco más bruscos, pero Remi se sentía bien. Hasta que… pensó que Vitalis se había orinado, pero viviendo siempre rodeado en suciedad, no le dio mayor importancia, sólo llamó su atención que los perros se pusieron algo “locos”, como cuando “les entra la calentura” por Tomasa.
En la mañana, cuando se despertó, Vitalis seguía acostado, dormido, con los pantalones abajo. Una patrulla pasaba por el lugar y vio cómo el muchacho trataba de despertar a su amigo, pero no respondía.
Murió.
Remi no sabía qué hacer, así que hizo lo de antes, cuando no tenía a Vitalis… corrió, pero ahora protegido por sus perros.
Es un 14 de febrero… muchos años han pasado desde entonces.
Afuera de una cafetería, un adulto Remi sigue rodeado por sus perros. Se tapa con lo que tiene, pero se calienta más con una botella de alcohol de dudosa procedencia. Su jauría lo cuida, vela su sueño, uno en el cual no deja de pensar en su madre, cuyo rostro ya no recuerda; con volver a ver a Vitalis, quien le enseñó a ganarse la vida en la calle y a “quererlo” hasta la muerte.
Romualdo murió hace muchos años, lo hace –de hecho– cada 14 de febrero, pero cada 15 de febrero Remi renace… pero Remi nunca volvió a ver a su madre.
